POR LOS CAMINOS DEL VINO

Hace unos meses tuve oportunidad de ponerme una cita con el diablo. Las faenas de la vendimia me permitieron recorrer algunos viñedos de Concha y Toro en la región de Cachapoal y, luego, en Tocornal y Maipo. Fue una de las experiencias gustativas -o gustables- más interesantes, pues independientemente de ser condecorado por una cofradía muy especial, por fin pude satisfacer el deseo recóndito de recorrer los caminos del vino, más animados y alegres, desde luego, que aquellos otros obligados para visitar museos y conocer catedrales. Pero, sin subestimar esto último, convengo con los otros viajeros que incurrir en un "itinerario vinícola", sin más escapatoria que aprender de vinos, oliéndolos y tomándolos día y noche, es algo más sensitivo para el cuerpo y el alma. 

La cultura del vino es algo que existe desde tiempos inmemoriales tanto en Europa como en los principales países del Cono Sur. Curiosamente, los gringos han aprendido a tomar vino -y buen vino- con celajes traídos de Francia y Chile, cultivados en las fértiles tierras californianas, al norte de México. Algo similar se les ocurrió con la marihuana, que ahora producen allí mismo, y de excelente calidad, según dicen. Y en Colombia, aparte de esfuerzos loables que están haciendo con sus muestras las vinerías nacionales como Grajales, Del Castillo y los dueños de Tonel, lo evidente es que el producto ha entrado con pie derecho a la mesa de muchos hogares colombianos; y no es raro por eso llegar a un restaurante en cualquier parte del país y toparse uno con que al lado están varias señoras con su buena botella helada de blanco acompañado de fricassé de mariscos o incluso una carne roja. Porque esa es otra de las ventajas: los colombianos están pidiendo el vino que quieren beber, sin que la comida incumba. ¡Adiós protocolo y adiós falsos prejuicios palatinos!

Pero volvamos a nuestro periplo. Se equivocan cuantos lectores piensen que lo único que hicimos en este paseo fue pasar sabroso y "jalarnos" hasta las horas del alba. Esto era para gente seria. En Pirque por ejemplo, fuimos participes de lo que los catadores llaman "una degustación profesional" Consiste ésta en entrar en un salón de mesas largas, con varios puestos. En cada uno, ocho copas vacías y, al lado del asiento, una caneca para botar el buche. ¡Ojo, usted va allá a degustar, no a beber! Y comienza el destape, -De botellas, se entiende. Primero los blancos. Todos Santa Emiliana, pues trata de vinos varietales. ¿Varietales? Sí, son aquellos que provienen de una variedad de iba vinífera determinada, cosechada cuando su aroma es máximo y su mosto, o jugo, ha sido fermentado y criado - o elaborado- de manera tal que el vino obtenido recuerdo alguna de las características propias de la variedad de uva que lo origina. ¿Entendido?

Son definiciones que se aprenden al trote. Así, primero ofrecieron un Johannisberg Riesling, cosecha del 86, que me pareció largo, fuerte. Después un Chardonnay del mismo año, indudablemente más afrutado y que se utiliza para hacer champaña. En seguida, un tris de Gewurztreminer, también 1986: un vino de mucho cuerpo y distinguidamente aromático. Y, por último, un Cabernet Blanc, proveniente de uvas negras, sin cáscara. Rico, aunque dulzón.

Un breve receso de quince minutos para comer queso y galletas saltinas, a fin de eliminar totalmente el sabor del paladar. Cambio de copas y se inicia la degustación de tintos. Primero, un Cabernet Nouveau (1986) de aroma hierbático y salvaje. En segundo término un Pinot Noir. Perdonen los lectores tanta sapiencia: proveniente de uvas elipsoidales, esta variedad data del siglo primero antes de Cristo y ha dado fama al vino Burgundy y Champagne. Después un exquisito Merlot cuyas uvas son esféricas y el racimo medianamente largo y cónico. Un tinto bien logrado. Por último, el inigualable Cabernet Sauvignon, halagador como fatal para los aficionados que sufren de gota. Las uvas negras son de piel gruesa, con pruina. ¡Helas, que ya duele el dedo gordo! Su colorida es "elevado", con su característico bouquet, mucho cuerpo y gran sabor. Envejece muy bien.

Me parece extraño que mi vecina (y no digo su nombre para no ponerla mas colorada de lo que salió de la degustación) no hubiera utilizado con su canequita para nada. Quedó vacía. En fin. Luego de salir airosos del compromiso, el itinerario terminó con un almuerzo inolvidable por la cofradía del Casillero del Diablo. Parodiando a Pombo, hubo francachela y hubo comilona... Después de unos locos y de unos cuentos "blanquitos", llegó el "tinto". Y en el entretanto, la emoción y el delirio: súbitamente, por entre las rendijas de las cavas, apareció un diablo rojo, saltarín y juguetón. Seguidamente el presidente de cofradía se paró a condecorar a lo invitados con la Gran Orden Casillero del Diablo, para incorporar a sus huéspedes a la hermandad de los amigos conocedores de los más selectos y nobles vino chilenos; más en vez de medalla, fuimos honrados con un taste-vin de plata, y "bautizados" con la ingestión dosificada de un Casillero 1978, ganador de todos los premios de ese año en los grandes concursos internacionales.

Los lectores exclusivamente embebidos en política y explicablemente desacostumbrados a la buena mesa, perdonarán esta deliciosa intromisión por los ritos del vino, luego de haber recorrido hermosos viñedos y conocido barriles de encina donde se guarda, por años, las cosechas más ricas y armoniosas, bien balanceadas y de sabor duradero. El que no sale muy "balanceado", es una, y algunos dirán que en malas compañías, por lo satánicas. ¡Bah! Tal vez ahora si me entienda el diablo Cojuelo y sepa por fin en qué idioma hablo cuando no bebo y escribo. Y viceversa. Pero basta por hoy, para que ustedes no terminen tan mareados como yo cuando salí del paradisíaco lugar donde tuve una feliz cita con el diablo. 

 Mayo 31 del 1987 

 

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